domingo, septiembre 14, 2008

Georges Rodenbach. “Brujas, La Muerta”


Si el personaje romántico se caracteriza, entre otras cosas, por la mimetización con su entorno natural, y por ende de su entorno con él, en Georges Rodenbach (1855-1898) podríamos decir, no sólo que su pensamiento intima con el tardío romanticismo alemán, sino incluso que lo sublima y lo exacerba hasta el punto que la ciudad, la mujer y el protagonista mismo se igualan a la muerte en un proceso de identificación progresivo y ansiado.

Se cuenta sobre el escritor que en el año 1898 padeció una enfermedad que sabía que le conduciría a la muerte, y que, conocedor de su destino, y asumiéndolo como irrevocable, se recreó en su sufrimiento al igual que si se tratara de un florecimiento: el perfeccionamiento de su propia ruina.

Como Georges Rodenbach, Hughes Viane, el héroe, es un voluptuoso moribundo que se extasía en la eternidad de su luto, y cualesquiera que sean sus experiencias, son vividas con el aguijón punzante de la certeza de lo que se ha perdido, de lo que fenece en cada instante, de lo que ha de morir.

Y “Brujas, la muerta” se dibuja como un enorme mosaico que refleja los destellos que lanza la Muerta. Simbólica desde la elección y la voluntad más profunda, la novela se puebla de canales desolados, cisnes y campanas fúnebres, mientras la trenza rubia de la muerta, como reliquia, reposa en un ataúd de cristal, portando con ella la fatalidad del amor que busca el extremo perverso.

Cuando había que descolocar algo para quitar el polvo, ese bibelot precioso, aquellos objetos de la muerta, un cojín, una cortina que ella misma había tejido, quería hacerlo él mismo. Parecía como si sus dedos estuviesen aún sobre todos aquellos muebles intactos y siempre iguales: sofás, divanes, sillones donde ella se había sentado, y que conservaban, por así decirlo, la forma de su cuerpo. Las cortinas mostraban los pliegues eternizados que ella les había dado. Y en los espejos parecía como si hubiese que rozar delicadamente con telas y esponjas la clara superficie para no borrar su cara, que dormía en el fondo. También quería asegurarse de que no se causase el menor daño a los retratos de la pobre muerta, en los que aparecía en sus diferentes edades y que se encontraban diseminados por todas partes: sobre la chimenea, veladores y paredes; y sobre todo –su pérdida le habría roto el alma entera- el tesoro conservado de su cabellera íntegra, que no había querido encerrar en el cajón de ninguna cómoda, ni en ningún oscuro estuche -¡habría sido como sepultar la cabellera en una tumba!-. Había preferido, puesto que permanecía viva y eternamente dorada, dejarla expuesta y visible, como una muestra de la inmortalidad que su amor encerraba.

Para poder contemplar en todo momento en el gran salón inmutable aquella cabellera que seguía siendo Ella, la había colocado sobre el piano, mudo desde entonces, donde yacía, ¡trenza interrumpida, cadena rota, cable salvado del naufragio! Y para protegerla de la contaminación, del aire húmedo que habría podido desteñirla u oxidar su metal, había concebido la idea, ingenua si ni fuera porque resultaba conmovedora, de ponerla bajo un cristal, joyero transparente, cofre de cristal donde reposaba la trenza desnuda a la que cada día iba a rendir culto


3 comentarios:

c dijo...

Ahora que estoy terminando de leer Las Penas del Joven Werther esta me parece una vuelta de tuerca genial al modo romántico. Me la apunto, y un placer volver a leerla :-)

sublibrarian of the year dijo...

Exquisita analogía perseverante la de esta obra.

Y la edición antigua de Valdemar ¡qué elegante!

Y siniestra...

Abuelo Igor dijo...

Gran libro, de mis preferidos. Siempre se ha dicho que "De entre los muertos" de Boileau-Narcejac, origen de "Vértigo", no es sino un semi-plagio de "Brujas la muerta".

Y no olvidemos cómo le puso música Korngold, en su ópera "Die tote Stadt". Simbolismo, decadencia y postromanticismo orquestal: ¿qué más se puede pedir?