¿Qué escupen desde sus patitas resinosas? Altas como minaretes. Lanzan efluvios. No consiguen venderme excepto sus telas más raídas, consumidas al no haber sido tocadas nunca. Se apartan aireadas, con el gesto de disgusto, incapaces de trepar más allá de sus labios.
Me miráis. Desde la frescura que arropa el parasol tornasolado. Vosotras, mis… Albertine. Vuestra cadencia me deshace. Y os agacháis con miedo las más feroces raposas. Aunque inánimes. Como si no hubieseis levantado el cuchillo antes, cuando la rueda del molino se detuvo unos segundos.
Colocáis manecillas suizas cuando miráis, muchachas a la sombra. Nadie más parece veros. Estirándoos en abrazos clandestinos de instituto. No me han cegado los destellos de vuestros mitones blancos. No os vi tendidas entre sábanas y enaguas, remojando a los conejos con vuestras salpicaduras. Y en cambio ya sabía algo de todo lo que os cuento antes de asomarme a aquella ventana, al ver a aquellas dos personas en la habitación, una de ellas al piano…
Os dejé caer, mientras medio enterrada en la tierra húmeda contaba los roces sonrosados. Nadie más miraba. Aquellos velos y aquellas varillas oxidadas me enloquecían. Era el eco de los antiguos dormitorios. De los relatos eucarísticos. De las novelillas que regalaban los verdugos mientras uno se hallaba en clausura. A nadie hacia mal. Todos comprendían. El picor que se instalaba en la rodilla y que me obligaba a hacerla sangrar.
Mas si no pasa, ya pasó tal vez. El hechizo se desvanece. Aquella gota en su nuca todavía gritaba, pero nada. Ellas tenían ojos sin párpados. Pronto serían de mineral y tierras yermas. Y el gallo cantaría siete veces.
1 comentario:
Un placer, Aura. "Eucarístico".
Un saludo.
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