Me resulta inusualmente apropiado acabar de apurar la taza de caldo con jerez mientras proyecto la siguiente visión: Junto con el carcelero penetro en la celda en total oscuridad y gracias a la ayuda de los rayos lunares distingo la presencia imprevista de la figura de la mujer que visita a su marido en su miserable confinamiento. Henry More Smith camina en los escasos metros de que dispone, moviéndose con afectación y aparentando gran angustia. La mujer parece inmóvil, y debería estarlo, ya que se trata de un muñeco, de una efigie realizada a tamaño natural con trozos de las ropas del encarcelado. Es una impostura, pero la extrañeza de lo insólito no perjudica el efecto, así al contrario, prolonga su magia y crea una imagen eternizada del encuentro.
Lo que acabo de relatar sucedió el primero de mayo del año 1814. Un joven de 22 años presumiblemente inglés y que llevaba poco más de un año en America había sido encarcelado provisionalmente en la ciudad de New Brunswick, Canadá. Los que convivieron con él durante el largo año que estuvo en prisión le describían como un muchacho educado y decente con intervalos de locura, capaz de los más asombrosos prodigios.
Walter Bates, el Sheriff que llevó su caso, tras su relación con el enigmático personaje se dedicó a escribir una especie de diario en el que recopilaba el día a día con aquel ser tan particular. De esta recopilación surgiría “The Misterious Stranger”, la novela que me llevó a conocer al mago Henry More Smith, tras encontrar por casualidad un artículo sobre el personaje.
Bates dijo de Smith que en el tiempo que estuvo en prisión ejecutó obras propias de un genio en las situaciones menos favorables: en total oscuridad, esposado, con el cuerpo atrapado en cadenas y con una sentencia de muerte pesando sobre su cabeza. Los hierros no podían con él. Explicaba el Sheriff que aunque cada jornada aumentaban el grosor de las cadenas que le sujetaban cuello y torso, al día siguiente aparecían rotas en pedazos o sesgadas, sin que pudiesen dar explicación a aquellos prodigios. Se deshacía de las esposas porque se trataba de ropas incomodas, según sus declaraciones; sus manos siempre se conservaban calientes, aún en el duro invierno, y aunque no tenía oficio conocido podía ejecutar cualquier mecanismo o artilugio, incluso coser o pintar. También se descubrió su capacidad para crear fuego de la nada. El prisionero siempre estaba de buen humor, no mostraba recuerdos u opiniones y aceptaba la privación de su libertad de un modo tan ingenuo que asombraba a los representantes de la ley, además que no parecía interesarle su situación lo más mínimo.
En alguna ocasión se enfrentó a su encierro, gimiendo día y noche, y bramando como un salvaje. Bates transcribió sus gritos una noche especialmente larga en que el preso insistía una y otra vez con las mismas frases:
“Oh, thou cruel devils! Thou murderers! Man-slayers! Thou tormentors of man! How I burn to be revended! Help! Help! Lord help me to be avenged of those devils! Help me, that I may tear up this place! That I may turn it upside down! That there may not be one stick of it left! My hair shall not be shorn, nor my mails cut, till I grow as Strong as Sampson; then will I be avenged of all my enemies! Help! Help!”
Pero volvamos a la magia. La esposa de Smith no sólo se presentó el primero de mayo, el 29 del mismo mes, al entrar en la celda, se descubrió otra figura semejante a su mujer, sentada a la cabecera de su cama y con el Nuevo Testamento en las manos, como si le leyera. La muñeca se había confeccionado con jirones de ropa y paja, pero con tan simples materiales mostraba una expresión intensa en los rasgos. Smith, cómodamente reclinado, la escuchaba con toda su atención.
Salimos de la estancia respetuosamente para no volver hasta unos meses después. Abrimos la puerta, de nuevo en total oscuridad y distinguimos diez figuras en la penumbra. Hombres, mujeres y niños, cada uno vestido con una moda distinta, siguiendo las diferentes estaciones y según su oficio o actividad. Todos caracterizados de forma muy expresiva con trozos de ropa y paja, y pintados con sangre. Destacaba sobre todos ellos el que denominaba “Tambourine Man”, vestido con traje oscuro, como un Maestro de Música. Aunque era difícil descubrir los mecanismos por los que se movían, el maestro de la pandereta empezaba a tocar su instrumento y acompañado por la voz o el silbido de Smith el resto de ‘la familia’ empezaba a danzar. Había una joven rodeada de jóvenes galanes, y un militar llamado Napoleón que vestía de Arlequín y se enfrentaba a un viejo irlandés.
El espectáculo de Smith no dejó indiferente a sus carceleros y pronto la noticia de aquel genio se extendió por doquier. Vinieron viajeros de todo el mundo para apreciar su obra y con el dinero que le enviaban, ‘la familia’ llegó a contar con 24 figuras, la mitad de éstas bailando y el resto tocando instrumentos.
Henry More Smith fue perdonado de sus delitos y se le dio la libertad, pero esta resolución no le produjo ningún efecto. Marchó de New Brunswick con la orden de no volver, y por este motivo la historia escrita acaba justo aquí. Aunque ni nosotros ni el Sheriff podamos darle la espalda.
2 comentarios:
Ya me lo imagino de conversación en un cóctel con Gaspar Hauser... ¡el diálogo sería fascinante!
Saludos
Fantásticas esas leyendas que deseamos ciertas y que trasladan nuestra imaginación a esferas donde las personas son algo más, a condición de que sean mucho menos.
Saludo.
Publicar un comentario