Antonio de Hoyos y Vinent publicó El Crimen del Fauno en la revista semanal literaria “La Novela Corta” el 1 de julio de 1916, con una extensión de cincuenta páginas. Tanto la temática, de ficción erótica o galante, como la extensión, de novelita corta, estaban muy en boga en la época en los ambientes madrileños, y gracias a publicaciones como la mencionada arriba iniciada por Eduardo Zamacois en 1907, escritores como Felipe Trigo, Pardo Bazán, W. Fernández Flores, Emilio Carrere, Valera, Blasco Ibáñez, Unamuno o Valle Inclán publicaban sus obras y se daban a conocer al público emergente de un Madrid que había duplicado su población alcanzando la cifra de 540.000 habitantes en el 1900.
El Crimen del Fauno es pues una novelita erótica, con una estructura dividida en siete episodios cerrados de lectura independiente en los cuales subyace el motivo que da unidad a la trama y a la obra, el mito del fauno, una historia universal que se concreta en los personajes que pueblan este relato rural: Paloma, Silvio e Isidro forman el triángulo de tensión argumental que se desarrolla alternando escenarios Geórgicos con asfixiantes estancias monacales y los brillos y oros decadentes de un prostíbulo de pueblo venido a menos decorado con carteles de toreo y figuras de bailaoras.
Es este uno de los grandes aciertos de la obra, la alternancia de elementos religiosos, como las referencias a un Gólgota imaginario dominando los viñedos desde la lejanía, los raptos místicos de un Silvio dominado por las lágrimas que evoca a la Virgen y sus desmayos espirituales para describir el amor que siente hacia Paloma... enfrentados al brutalismo de las gentes del lugar, faunos y faunesas que dorándose al sol y embriagados por el vino se entregan al sensualismo.
En la estancia rural, mientras una Paloma azotada por el calor se refugia en la sombra exaltando los ánimos de los jornaleros, el escritor nos presenta al fauno de la rosa:
“Eran seis hombres los que pisaban la uva. Las ásperas pelambreras, revueltas y enmarañadas; las cabezas gachas, los ojos fijos en tierra, y los brazos cruzados sobre el pecho, marchaban, marchaban siempre, en un círculo inacabable, alzando mucho los pies y fijándolos en el suelo con fuerza. Vestían blusillas cortas, negras o azules, anchas fajas de lana obscura y pantalones de pana remangados por encima de las rodillas, dejando al desnudo pie y pierna manchados de mosto. Bajo ellos tendían un tapiz de racimos de medio exprimido, del que corría el zumo generoso encharcando el suelo de piedra. Todos tenían un aire humilde y lamentable de siervos de la gleba, pero de siervos que comienzan a poseer una obscura noción del dolor y a sentir incubarse en sus almas sombrías una rebeldía tormentosa. Sólo uno, Isidro, galleaba, destacándose de la confusa masa de esclavos con una petulancia salvaje de joven animal, sano y fuerte. Era más alto que los otros, y, pese al cansancio de la labor ingrata, tomaba posturas jacarandosas y oponía al mutismo sombrío de sus compañeros una verbosidad chocarrera y trivial. Vestía como ellos, pero era más joven, y en el rostro enjuto y moreno brillaban los ojos como ascuas, y de vez en cuando rasgábase la boca en risa sonora que mostraba la dentadura blanca y fuerte. Tras de la oreja, junto a pelo crespo y rizado, habíase colocado una rosa roja, y, mientras caminaba, mordía un racimo verde y jugoso”
Como contrapunto, el capítulo de El Cristo de la Mortaja, nos muestra a las mujeres del pueblo en un ambiente opresivo y ascético de olor a cera derretida en que se sienten suspiros quejumbrosos:
“Una tristeza cálida y pesada parecía abrumarles a todos. La claridad amarilla de los dos cirios que ardían ante la imagen de Nuestro Señor Crucificado vencía la débil luz del quinqué de aceite, en torno del que cosían las damas; trazaba sombras temblorosas sobre el papel grisobscuro que servía de fondo a algunos bituminosos cuadros de santos, y plegaba misteriosamente los cortinajes de damasco granate. En la pared central, el altar ponía su nota trágica con los dos altos cirios y el Cristo que se retorcía en una horrenda agonía bajo la leve mortaja de la lana gris que dejaba al descubierto tan sólo pies y manos ensangrentados y atravesados por puntiagudo clavo, y el rostro demacrado, contraído en una mueca de espantoso sufrimiento. Era aquél el “Señor de la Mortaja”, el que presidía la asociación de damas piadosas, establecida para asistir a los condenados en capilla y vestirles después de ejecutados. Un olor angustioso, ese olor a telas de luto y limpieza sucia de los duelos provincianos y los conventos de monjas flotaba en la atmósfera, haciendo la sensación aún más penosa.
Ocho o diez bultos negros, envueltos en largos mantos de lana o arropados en toquillas, rodeaban, sentados en sillas bajas que contribuían a borrar los contornos aún más confusos y vagos, a doña O, la presidenta. Eran la mayoría mujeres viejas ya, y en el claroscuro de las luces fúnebres veiánse rostros de color malsano, puntiagudos y amarillentos con hocicos de ratón; caras alargadas, biliosas, en que se abrían negras bocas desdentadas y ojos de pájaro asustado, rojos, pitañosos y sin cejas ni pestañas; faces redondas, blanduzcas y blancuzcas, con grandes mofletes y ojillos tan pequeños que apenas se veían en el desbordamiento de adiposidades; caras de pajarraco, de vaca de caballo: una lamentable exhibición de brujas que recordaban las que Goya pintara en los aquelarres de sus aguafuertes”.
Ya no pongo más citas que me extiendo mucho, aunque cualquier rincón del libro está trazado con un lenguaje preciosista y rico en matices que seduce en colores, sensaciones y estremece los sentidos. Lástima que un autor como Hoyos y Vinent esté un poco en el olvido como tantos otros grandes de su generación.