En aquella casa todas llevaban pestañas postizas. Apenas eran cachorros recogidos de la carretera con la maleta manchada de barro. Llegaban a la fachada isabelina a la misma hora que cualquier exótico viajante, y por sus camas vi merodear algún asesino. Uno de esos que no tiene escrúpulos en trocear cuerpos o ahogarlas en la jofaina desconchada del lavabo del segundo piso.
Los colores eran los grises y amarillos de un triste ‘giallo’. En esta ocasión de navaja oxidada. Sin ningún tipo de tensión ambiental, más bien una pesadez de movimientos que le dificultaba a uno el incorporase, ni siquiera para socorrerlas.
En las horas muertas lograba hilar algo de la trama. No antes de las seis de la tarde, en la breve perspicacia antes del sopor. Cómo desaparecía una tras otra, incluso con monotonía. Sospechaba en quien teníamos clavada la pupila, mas no interesaba a nadie, ni siquiera a la que sería la siguiente. Así, negándolo, el miedo se hacía tolerable, y la espera, indecisa.
La epidemia se acentuaba tras las lentes de
Debería poder cuidar de Marguerite. Su prometido regresa mañana con su regimiento y me pidió algo… Alguna cosa. Pero me vence el cansancio, y el saberme ajena a las caricias frías. Si me libero, si dejara la casa que nos retiene con sus imanes. Tal vez lo consiguiera. Pero inánime al dejar atrás los cachorrillos que van cayendo desde mis brazos vacíos.
4 comentarios:
Todo cambia, nada permanece. Las navajas se embotan, y los cuerpos son pastos de los gusanos
qué placer la lectura, qué tranquilidad más exquisita...
isolatednought
Es un placer leerte. Escribes tan bien que me levantas el ánimo.
Besos
Compruebo entusiasmado como la intensidad de la que siempre has hecho gala continúa haciéndose evidente en tus expresiones.
Aprovecho para invitar a los seguidores visibles e invisibles de la querida Aura a mi blog recién inaugurado.
http://territoriosumergido.blogspot.com/
Un saludo.
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