
Acabo de terminar este volumen de cuentos de aparecidos de la escritora, poetisa y periodista
Amalia Domingo Soler (1835-1909). Estos libritos de cuentos que publica la
editorial Clan son hermosísimos, muy cuidados, y además dan la ocasión de reunir en un solo tomo 18 relatos de esta escritora poca conocida que, entre otras cosas, dirigió durante veinte años la revista espiritista “
La Luz del Porvenir” y fue una entusiasta activista del movimiento espiritista. Una mujer singular.
Amalia tuvo desde muy temprana edad una relación realmente intensa con la muerte y con las presencias etéreas que venían del más allá. A los 25 años murió su madre y Amalia perdió la memoria durante tres meses. En sus memorias describe su voluntad de reabrir su tumba para volver a verla. Poco tiempo después tuvo una visita nocturna de su madre, que se le apareció “con un negro traje, con su blanca toca, y un manto que la envolvía (…). Vi que su rostro no era ni sombra de lo que había sido, de sus ojos sólo quedaban los cóncavos huecos, su nariz y su barba se unían…”
Tras esta experiencia del horror Amalia volvería a tener experiencias con espíritus. Explicaba que habían tenido que ver con su recuperación de la vista. Un día sintió en la cabeza una sensación de dolor intenso y oyó voces que le decían: “¡Luz!”. Al mirarse en el espejo se vio mucho más recuperada, con una capacidad de visión desconocida hasta entonces para ella.
Siendo el tema del espiritismo una verdadera obsesión para ella, no es de extrañar que sus artes literarias se dirigieran en esa dirección. Los 18 relatos de “Cuentos Espiritistas” son breves historias confesadas a Amalia por personas de su entorno y protagonizadas por espectros que vuelven del otro mundo o son reencarnados. No se puede decir que sean cuentos de terror, ya que la mayoría tratan del tema del amor eterno que sobrevive más allá de la muerte. Niños agonizantes y adolescentes consumiéndose, en los que va marchitando su demacrada belleza, pueblan sus páginas.
Les dejo un pequeño fragmento:
“Notamos todos los de la casa que la niña siempre miraba a un punto fijo, se reía, agitaba las manos y hacía esfuerzos por trasladarse a aquel punto. La primera palabra que pronunció no fue la que dicen todos los niños, de papá o mamá; ella dijo: «¡El nene, el nene!», y siempre señalaba, como si viera a alguien.
Cuando la dejábamos en la cuna, se ponía de modo que siempre dejaba sitio desocupado para que se acostara otro, y cuando yo la levantaba, me decía muy contenta: El nene está aquí»; y señalaba el lado que ella había dejado vacío. Transcurrió así su infancia”.